Vivir en Chihuahua

Sin agua, luz, médicos ni maestros… así tiene el narco los pueblos que devora

Por: La Redacción.

Ciudad de México., a 5 de septiembre del 2023.- Ya quedó muy atrás el prototipo de ciudad con calles bien trazadas de adoquín rosa y todos los servicios. Actualmente el Nuevo Poblado el Caracol es una trinchera para 200 personas abandonadas a su suerte y que sufren los estragos de una lucha criminal.

La población fue reubicada en este lugar en 1986, cuando la Comisión Federal de Electricidad construyó una presa hidroeléctrica en su territorio original. El Nuevo Poblado el Caracol, del municipio General Heliodoro Castillo, está enclavado en la Sierra Madre del Sur y bordeado por las aguas del Río Balsas. Su ubicación geográfica es estratégica para el avance en Guerrero de la organización criminal La Familia Michoacana.

Con dirección al sur, a 19 kilómetros en camino de terracería, se encuentra Tlacotepec, cabecera de Heliodoro Castillo y bastión de la organización Los Tlacos, a la que busca desplazar.

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De lado norte, con dirección a la presa y a 42 kilómetros que se recorren en una hora con 20 minutos por carretera, está Aplaxtla de Castrejón, un municipio que ya padece la presencia de la primera organización.

La entrada al Nuevo Poblado el Caracol tiene dos filtros: el de los militares, quienes cuidan el acceso a la presa y que es paso obligado, y el instalado en su entrada por guardias armados apostados en un montículo y reforzado con una barricada de tierra y piedras.

Es por eso que los ataques con bombas artesanales, lanzadas desde drones, y armas de grueso calibre han llegado en tres ocasiones desde un cerro frente al centro de la comunidad y sólo separado por el caudal del río.

Vida alterada

Hasta antes de los bombardeos, los hombres se dedicaban a la siembra de maíz, frijol y calabaza. También a la pesca; las mujeres llevaban a vender las mojarras a Apaxtla y a Teloloapan.

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Durante el año el clima cálido, lluvioso y de mucho frío en invierno, así como de abundante agua, es propicio para la siembra de mariguana y amapola en la región. En las últimas décadas la sierra de Guerrero ha sido la mayor productora de esos cultivos y es donde el Ejército ha erradicado el mayor número de hectáreas.

No es casual que en las inmediaciones de la localidad la entonces Procuraduría General de la República (PGR) haya edificado en 2003 una base aérea, de inteligencia y operaciones contra el cultivo y trasiego de enervantes en Guerrero, Durango, Sinaloa, Jalisco, Michoacán y Oaxaca.

Durante tres años parte de la población realizó el servicio doméstico de la base antinarco de la PGR, que contaba con un helipuerto, servicios médicos, habitaciones con aire acondicionado, gimnasio, aulas, plantas de luz, tortillería, panadería y biblioteca. La infraestructura hoy está abandonada.

Con el avance de La Familia Michoacana a Apaxtla fue suspendida la ruta de ese municipio al Nuevo Poblado el Caracol, después de que sujetos armados golpearon y amenazaron a los choferes de dos camionetas tipo Urvan y un taxi. El comercio hacía Apaxtla y Teloloapan fue suspendido.

Las lanchas están apiladas, boca abajo, en los patios; las parcelas abandonadas y los abarrotes de las tiendas se van agotando cada día. Lo mismo el maíz para hacer tortillas.

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La población está en alerta permanente y los hombres hacen guardias. Saben que de un momento a otro los ataques van a regresar.

Desde marzo último renunciaron los 20 maestros de Apaxtla que habían regresado después de dos años de la pandemia para atender a los alumnos de preescolar, primaria y telesecundaria.

Los candados, el pasto crecido y los cerdos en sus explanadas dan cuenta del abandono. La fachada de la Primaria Caritino Maldonado está marcada por impactos de armas de fuego, su medidor está reventado.

Lo mismo ha pasado con la clínica de salud. La doctora dejó de ir a la comunidad y en el pueblo no hay medicinas.

Tampoco tienen agua potable porque una explosión dañó la bomba eléctrica que surte a la población con agua del río. La mitad de las viviendas no tiene electricidad.

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Terror cotidiano

Las bombas y balas han perforado los techos de lámina de la iglesia, la cancha, la comisaría, de decenas de viviendas y las ruinas de lo que fue un mercado. También han abierto pequeños boquetes en las parcelas con milpas.

Algunos pobladores guardan como evidencia los restos de las esquirlas de fierro viejo que contienen las bombas con las que han sido atacados. Una de ellas perforó el abdomen de un joven el 26 de agosto último.

Por las calles y entradas también hay casquillos percutidos. Nuevo Caracol, un pueblo con casi la mitad de mujeres, ancianos y niños, parece cada vez más una zona de guerra.

En el pueblo vecino de San Marcos sus 30 pobladores no resistieron el acoso criminal y vaciaron el pueblo cuando el 16 de junio pasado un comando sacó de su vivienda a Marcos Espinosa Martínez, de 16 años, y dos semanas después, en la comunidad de Cacalotepec, a Adrián Espinosa Carmona, de 13 años. Nadie ha vuelto a saber de ellos.

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Francisco Martínez fue el último poblador en abandonar San Marcos. Se fue al Nuevo Caracol. Ahí cuenta que sus vecinos y familiares dejaron puros pollos, gallinas y burros.

Para el gobierno del estado es una exageración lo que ha denunciado la población en los ataques de marzo, mayo y agosto últimos, y lo que la prensa ha publicado de ello.

El 28 de agosto pasado acudió hasta la comunidad el director general de Gobernación, Francisco Rodríguez Cisneros, un funcionario de segundo nivel, reciclado del gobierno anterior, que se ha convertido en apagafuegos de los últimos conflictos en los que está implicado el crimen organizado.

La condición que el funcionario puso para ayudar con seguridad a la población fue que abrieran el paso principal de la localidad.

El comisario, Aurelio Catalán Alcocer, respondió que no podrían liberar la entrada ni dar paso al Ejército ni a la policía estatal por el temor de que detrás de estas fuerzas ingrese La Familia Michoacana.

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Incluso, existe un documento firmado por los comisarios de Nuevo Caracol, Acatlán del Río, Nuevo Balsas, Tetela del Río y Caxacua, comunidades también atacadas, para no dejar entrar a la milicia ni a la policía del estado.

La desconfianza, explica la autoridad comunitaria, es porque el 20 de febrero último la policía estatal, ministerial y la Guardia Nacional desalojaron a 20 autodefensas de Tlacotepec que resguardaban las entradas de Apaxtla. Ahí la corporación estatal llevó a ocho detenidos al Ministerio Público de Coyuca de Catalán, en Tierra Caliente.

Al siguiente día los detenidos y su abogado fueron liberados, pero desaparecieron cuando tomaron un camino en Riva Palacio, Michoacán.

Filiberto Velázquez Florencio, director del Centro de Derechos de las Víctimas de Violencia Minerva Bello, quien ha asistido a la comunidad con víveres y medicinas, considera que hay una estrategia para estrangular por todos lados al pueblo y obligarlo a su desplazamiento para que un nuevo grupo delictivo controle la región.

“Hay un abandono de las instituciones del estado en seguridad pública, salud, educación y desarrollo social. Es una lástima la situación en la que se encuentran todas las personas, muchas con estrés postraumático, carencias de alimentos y materiales”.

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La comunidad, dice el sacerdote, está cerca del “rico afluente” del Río Balsas, pero también de la mina Media Luna, en el Nuevo Balsas.

Para los pobladores, más que estar defendiendo a otro grupo criminal, están defendiendo su patrimonio y el lugar donde están creciendo sus hijos. Es un asunto de arraigo, dicen.

De 200 habitantes que regresaron de un desplazamiento forzado en mayo último, se han ido otros 20; son los que tienen familia en otros estados o en Estados Unidos.

“Unos se fueron al norte, con sus familiares; pero uno que no tiene a dónde irse, que no tiene nada, que está jodido, ¿qué más puede hacer? más que defenderse y encerrarse en su casita”, dice resignado Aurelio Catalán.

Con información de Proceso.

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